Resulta innegable que el concepto de común urbano es poderosamente sugerente. Prueba de ello está en la gran cantidad de autores que han empezado a estudiarlo y de la proliferación de iniciativas ciudadanas apeladas como tales. Parte de ello radica en que el concepto está formado por dos palabras de uso cotidiano que remiten a los bienes o recursos disfrutados colectivamente. No obstante, esa es una visión muy vaga y limitada de su significado y es por ello que son varios los autores que han tratado de definir qué son los comunes urbanos. Pese a todo, a día de hoy no existe una definición estandarizada, pues no hay una sola forma de entenderlos: desde formas creativas de empoderamiento ciudadano a través de actuaciones de escala pequeña más o menos improvisadas, hasta verlos como una forma de ejercer una interpretación del derecho a la ciudad proclamado por Henri Lefebvre (1968⁄1976) para reconstruir una ciudad que dé cobijo y posibilite una sociedad más justa.
Uno de los autores más citados en cuanto a la conceptualización de los comunes urbanos es David Harvey1, quien les dedica un capítulo entero de su libro Rebel Cities (Harvey, 2012, Capítulo 3) y vuelve a ponerlos en actualidad a partir de vincularlos con el derecho a la ciudad postulado por Lefebvre y de hacer una lectura espacial de Marx. Harvey defiende que lo común no debe considerarse como un tipo concreto de cosas, activos, o procesos sociales, sino como relaciones sociales maleables e inestables entre un grupo social autodefinido y aquellos aspectos de su entorno social o físico (sea este existente o todavía por definir) considerada como crucial para su vida y subsistencia (Harvey, 2012, p. 73). También señala la importancia de la comunalización, entendida como la práctica social que establece una relación con los bienes comunes (cuyos usos pueden ser restringidos únicamente a una comunidad determinada o bien al público en general) y que se caracteriza principalmente por ser colectiva y quedar fuera de la lógica de valores e intercambio del mercado. Esta lógica no mercantilista es lo que, según el mismo autor, resulta crucial para distinguir los bienes públicos de los comunes, aunque no implica necesariamente que quienes gestionan los comunes urbanos no puedan cobrar o que no se pueda hacer negocio con ellos2. De ello se desprenden las siguientes conclusiones: que los bienes comunes, pueden ser banalizados y trivializados por un mal uso o uso excesivo del término3; y que también pueden ser capitalizados por agentes externos, perdiendo su carácter de común y pasando, en el mejor de los casos, a ser meros espacios públicos4. Sin embargo, Harvey aduce que eso no les quita ninguna relevancia, sino al contrario, pues defiende que ahora más que nunca es necesario un resurgimiento de una retórica y una teoría de los bienes comunes (Harvey, 2012⁄2013, p. 134). Para él, la única opción posible en un contexto en el que los bienes públicos disminuyen o se convierten en un instrumento de acumulación privada5 y en el que el Estado se retira de su gestión consiste en que la población se autoorganice para gestionar sus propios bienes comunes.
En una línea teórica similar encontramos a Massimo de Angelis. Para él los comunes urbanos son posibilitadores de las condiciones necesarias para proporcionar justicia social, sostenibilidad y felicidad a los habitantes de las ciudades (de Angelis y Stavrides, 2010) ya que proporcionan un nuevo discurso político capaz de articular las múltiples luchas (normalmente descoordinadas) que ya se estaban produciendo desde hace tiempo en contra del capitalismo. Según de Angelis, los comunes6 son mucho más que una serie de recursos compartidos, ya que para él, siempre deben de implicar los siguientes tres aspectos (de Angelis y Stavrides, 2010): Un tipo de recurso común (Common Pool Resouce) capaz de satisfacer una necesidad; una comunidad que comparte el recurso común y a la vez lo mantiene –y que no tiene por qué ser local7 ni ser homogénea–; y un tercer elemento, el más importante para él: un verbo: comunalizar (to common)8 que refleja el proceso social por el que el común se crea y se reproduce. En este sentido, la definición de de Angelis es casi idéntica a la proporcionada por Ostrom en lo que se refiere a los comunes naturales, con la salvedad del último punto de vista de entender los comunes como un proceso, un hecho, por otra parte, introducido por primera vez por Peter Linebaugh en su Carta Magna Manifesto9 al estudiar los comunes de la Inglaterra postfeudal y precapitalista y que ha calado profundamente en el discurso de los comunes urbanos.
Ida Susser y Stéphane Tonnelat (2013) comparten también esta visión positiva y transformadora de los comunes urbanos, hasta el punto de afirmar que son una posible puerta de escape del neoliberalismo. Sin embargo, la manera de entenderlos es totalmente opuesta: ellos los conciben como movimientos sociales basados en experiencias colectivas cotidianas realizadas en espacios públicos y a menudo a través de artes creativas (Susser y Tonnelat, 2013, p. 106). Para estos autores la ciudad resultante de los comunes urbanos no es más justa en el sentido defendido por Susan Fainstein (2010, citada por Susser y Tonnelat), sino una ciudad en la que las desigualdades y conflictos sociales puedan ser visibilizados (y problematizados) a través de los comunes urbanos. Siguiendo su razonamiento, los comunes urbanos cumplen con una segunda función: delinear tres de los aspectos específicos del derecho a la ciudad propuesto por Lefebvre y desarrollado por Purcell (2002) o Stanek (2011). A saber: el derecho a la vida diaria urbana, el derecho a la simultaneidad y a los encuentros; y el derecho a la actividad creativa. Así pues, estos autores distinguen tres tipos de comunes urbanos: los relativos a la fuerza de trabajo (labor), al consumo colectivo y a los servicios públicos; el espacio público (que extienden más allá de calles, plazas y parques hasta llegar a lo público digital –si es que existe- de Internet), entendido como lugar de visibilización, representación y serendipia; y las expresiones artísticas en los espacios públicos, entendidas como formas de favorecer nuevos imaginarios y visiones alternativas. Esta visión de los comunes urbanos resulta un tanto novedosa por lo alejada que está de otros autores, ya que introduce por primera vez la creación artística y cultural (algo que, por otra parte, encaja con la visión neoliberal de Richard Florida sobre la ciudad y la clase creativa –Florida, 2002, 2003–), y por una interpretación del derecho a la ciudad y su posterior clasificación reconocidamente atípica de los comunes urbanos10. Sin embargo, esta concepción muestra claramente un hecho que se repiten a menudo entre estudiosos de comunes urbanos: la existencia de cierto solapamiento entre los bienes públicos y los comunes.
De forma similar, Stavros Stavrides plantea los comunes urbanos como los intersticios entre los espacios11 desde donde se ejerce la normalización espacial y Foucaltiana de las clases dominantes para perpetuarse (Stavrides, 2014, 2015). Al calificarlos como umbrales, Stavrides destaca su condición liminal en tanto que se trata de lugares que pasan desapercibidos a ojos de la mayoría (lo cual, según él les dota de un potencial de penetración social y transformador elevados), a la vez que les otorga un cierto grado de poética dado que, tradicionalmente, los umbrales han sido lugares cargados de simbología ligada a la iniciación y al paso de un lugar o una situación concretos a otros distintos.
Otra línea de pensamiento (procedente, tal y como señalan Castro-Coma y Martí-Costa (2016), de la rama de la teoría urbana crítica12 y la sociología urbana) la encontramos en quienes definen los comunes urbanos de forma negativa, es decir, en lugar de destacar sus características, destacan las de aquello a lo que se oponen: los comunes urbanos, pues, se convierten en formas de resistencia (Harvey, 2012, p. 73) frente a nuevas formas de cercamiento (Hodkinson, 2012; Jeffrey, McFarlane, y Vasudevan, 2012; White, Borras Jr, Hall, Scoones, y Wolford, 2012) propiciados por las políticas neoliberales. A su vez, el concepto de cercamiento, alude a los cercamientos parlamentarios que terminaron con los comunes en Inglaterra13, si bien los actualiza14 y presenta como mecanismos de desposesión que acechan a la ciudad contemporánea a través de las políticas neoliberales como si esta fuese un «archipiélago de cercamientos normalizados» (Soja, 2000, p. 299). Este modo de entender los cercamientos tiene sus raíces en el concepto de la acumulación primitiva de los teóricos marxistas y otorga un lugar central a los procesos de «neoliberalización» de las ciudades mediante un amplio abanico de posibilidades que van mucho más allá de la privatización y que incluyen aspectos tan variados como la mercantilización del espacio urbano y de la vida urbana o el desplazamiento a través de operaciones de gentrificación y que configuran un conjunto de políticas, descritas por David Harvey como «a particular blend of policies to curb the power of labour, deregulate industry, agriculture, and resource extraction, and liberate the power of the financial world both internally and on the world stage» (Harvey, 2007, p. 1).
Dada esta diversidad de concepciones distintas, desde el Observatori Metropolità de Barcelona15 se organizaron una serie de talleres de lectura e investigaciones sobre comunes urbanos en Barcelona que terminaron en la publicación del informe «Comunes urbanos en Barcelona: Prácticas de defensa, cuidado, reapropiación y gestión comunitaria» en el que proporcionan una definición que trata de ser lo más integradora y a la vez sintética posible:
[Los comunes urbanos son] instituciones sociales basadas en prácticas locales, comunitarias y participativas que buscan dar respuestas a demandas sociales y que se caracterizan por una gestión no mercantil de los recursos y de nuevas formas de compartir tiempo, bienes, conocimientos y espacios que están ensayando el recorrido de futuros posibles y que están prefigurando un nuevo escenario urbano, una ciudad común (Observatori Metropolità de Barcelona, 2014, las negritas son nuestras).
No obstante, otros autores han preferido centrarse en alguno de los aspectos concretos de los comunes urbanos para poder realizar una definición más genérica. Francesca Ferguson (2014, p. 14), por ejemplo, proporciona una visión más espacial de los comunes urbanos. Para ella, se trata de espacios compartidos cuyo acceso es abierto, gestionados de forma autónoma y democrática, a modo de plataforma ciudadana –que a su vez implica una forma de organización (gobernanza), un espacio y un objeto de lucha– en la que continuamente se renegocian valores sociales y políticos a través de la forma construida. Marc Martí-Costa y Mauro Castro-Coma constatan, sin embargo, que la dificultad de discernir entre lo que es y lo que no es urbano reside en el hecho de que se trata de una «cuestión abierta, contextual y sobre todo política» (Castro-Coma y Martí-Costa, 2016, p. 135), y prefieren hablar de recursos comunes (desprendiéndose del calificativo «urbanos») para designar a aquellos recursos en los que existe una comunidad que los reclaman como tales. Es decir, ponen el énfasis en la comunidad y en los recursos compartidos. Este aspecto lo comparte el activista David Bollier (2008, p. 4), quien defiende que un común (sea de la naturaleza que sea) existe cuando una comunidad determinada decide gestionar un recurso de manera colectiva y poniendo énfasis en que su uso y su acceso sean equitativos y sostenibles.
Dado que la disparidad y el grado de abstracción de las distintas concepciones (hasta cierto punto contradictorias o inconexas) que hacen los distintos académicos es notable, resulta problemático tratar de pasar del plano teórico al práctico para entender cómo se pueden materializar dichas visiones en casos de estudio concretos. Para dificultar aún más las cosas (o quizá precisamente debido a esta nebulosa), hay autores que empiezan a esquivar el término «comunes urbanos» aunque los ejemplos y definiciones que proporcionan son muy similares a los vistos anteriormente, lo cual parece indicar que se trata de un simple cambio de nomenclatura para referirse al mismo concepto. De este modo, Charlotte Hess (2008) prefiere utilizar el término «comunes vecinales», mientras que Efrat Eizenberg habla de «comunes realmente existentes» (Eizenberg, 2012) para referirse a «aquellos recursos compartidos en entornos urbanos gobernados por regímenes de propiedad común; es decir, arreglos institucionales que no suponen ni la administración del Estado ni la propiedad privada, sino que están basados en la autogestión de una comunidad local» (Castro-Coma y Martí-Costa, 2016, p. 134).
Sin embargo, y contra todo pronóstico, pese a todas las dificultades por conceptualizar los comunes urbanos, sí que hay un mayor grado de consenso, o por lo menos tendencia, en atribuir el calificativo de común urbano a ciertos tipos de prácticas muy concretas, con lo cual merece dedicarle una atención especial a qué tipo de casos prácticos se denominan frecuentemente como comunes urbanos.
Tanto es así que apenas hay publicaciones sobre comunes urbanos posteriores a 2012 que no citen su libro Rebel Cities.
[return]Para Harvey, un huerto urbano es algo positivo en si mismo, con independencia de lo que produzca o incluso de si vende parte de la producción en el mercado. También pone como ejemplo el carácter de una ciudad, que siendo patrimonio de sus ciudadanos, su mayor beneficiario es el sector turístico.
[return]Lo cual tiene un efecto similar a la sobreexplotación de los recursos naturales que denunciaban Hardin y Ostrom.
[return]Harvey da como ejemplo la construcción de parques con el propósito de subir los precios de las viviendas circundantes.
[return]Quizá el ejemplo más claro en España sea el de la privatización de la sanidad pública, especialmente en determinadas zonas como la Comunidad Valenciana o Madrid, que ha resultado ser un lucrativo negocio en detrimento de la calidad del servicio y con graves consecuencias para la salud de muchos pacientes (ver (Évole, 2013)).
[return]En este punto, de Angelis vuelve a hablar de «Commons» en general en lugar de hablar de «Urban Commons».
[return]De Angelis apunta que las comunidades pueden trabajar de forma translocal.
[return]David Harvey también habla de «commoning» como verbo: «There is, in effect, a social practice of commoning. This practice produces or establishes a social relation with a common whose uses are either exclusive to a social group or partially or fully open to all and sundry» y añade «At the heart of the practice of commoning lies the principle that the relation between the social group and that aspect of the environment being treated as a common shall be both collective and non-commodified—off limits to the logic of market exchange and market valuations» (Harvey, 2012, p. 73) También el activista David Bollier, conocido por sus múltiples publicaciones de divulgación sobre los comunes escribe en su web: «The term commoning means to suggest that the commons is really more of a verb than a noun. It is a set of ongoing practices, not an inert physical resource. There is no commons without commoning. This helps explain why the commons is different from a \“public good\“; the commons is not just an economistic category floating in the air without actual people. There are no commons without commoners.» (http://www.bollier.org/new-to-the-commons -Julio de 2016)
[return]«Hablar de los comunes como si fueran recursos naturales es como mínimo engañoso y puede llegar a ser peligroso: los comunes son una actividad y, en cualquier caso, expresan relaciones sociales inseparables de las relaciones con la naturaleza. Sería mejor conservar la palabra como verbo, como actividad, antes que como un nombre, un sustantivo. Pero aquí hay también una trampa. Los capitalistas y el Banco Mundial preferirían que utilizáramos el hacer-común como modo de socializar la pobreza y así poder privatizar la riqueza. El hacer-común del pasado, el trabajo previo de nuestros antecesores, sobrevive como legado en la forma de capital, y esto también debe ser reclamado en nuestra constitución». (Linebaugh, 2013, pp. 283-284)
[return]Según ellos mismos reconocen «We suggest that the three urban commons outlined here are not necessarily perceived everywhere, but as they montarily come together in cities over the world, they give us a glimpse of a city built on the social needs of a population. That is the point when cities become transformative.» (Susser y Tonnelat, 2013, p. 116)
[return]A estos lugares de normalización espacial, Stavrides los llama «enclaves», por su desconexión con el resto de ciudad y la consecuente materialización de archipiélagos, en clara referencia al concepto de «Archipiélago carcelario» promulgado por Edward Soja (2008).
[return]Para una introducción a la teoría urbana crítica remitimos a Brenner (2009) y Gintrac (2013).
[return]Ya hemos desarrollado extensivamente este aspecto en la sección 2.1 (An archaeology of the commons).
[return]Entre estas nuevas formas de cercamiento se incluyen aspectos tan variados como la privatización de servicios públicos, las patentes farmacéuticas o el sistema de acceso (restringido y de pago) a publicaciones científicas que hacen determinadas editoriales, entre muchos otros.
[return]El OMB es un grupo abierto formado por una veintena de personas, tanto académicas como activistas de movimientos sociales, que nace en 2013 de la Ciutat Invisible de Sants y actúa amparado por la Fundación de los Comunes ([http://fundaciondeloscomunes.net/]), de la que participan distintos centros sociales, librerías y grupos de investigación del Estado español.
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