En la introducción hemos enunciado las problemáticas a las que se enfrenta la ciudad actual y los procesos de comodificación existentes entre las sociedades y las ciudades, lo cual evidencia, en primer lugar, que la ciudad moderna se ha convertido en el cómplice necesario del capitalismo para que este pueda perpetuarse. En segundo lugar, señala el papel clave que ha jugado el urbanismo en esta situación, ya que, además de definir la morfología de la ciudad, ha actuado como una herramienta encargada de materializar en el espacio físico unas políticas y valores sociales determinados.
Como hemos visto en los primeros capítulos que conforman el marco teórico, los comunes (en general) aportan una nueva óptica que se opone frontalmente al modelo capitalista neoliberal y que pueden tener naturalezas muy distintas: desde recursos materiales (producidos por la naturaleza o la actividad humana) hasta recursos inmateriales (conocimiento, relaciones sociales...). Uno de los tipos de comunes más recientes, menos estudiados y, sin embargo, más relacionados directamente con la problemática descrita, son los comunes urbanos, que, entendidos desde un punto de vista Focaultiano como formas de resistencia que producen subjetividades[^151], convierten la urbe en elemento de protesta, detonante y a la vez transformador.
En este sentido, siguiendo el ejemplo de la Primavera Árabe, el movimiento 15M congregó a miles de personas en las plazas más importantes de varias ciudades españolas en una acción coordinada que duró varias semanas seguidas en las que, reivindicando sus derechos como ciudadanos, protestaban contra el modelo político y financiero que desencadenó en la crisis económica y contra los altos índices de corrupción política, así como la privatización de servicios públicos como educación o sanidad. Ciertamente sería impreciso decir que se limitaron a usar las plazas más importantes como la Puerta del Sol en Madrid, la Plaça Catalunya en Barcelona, la Plaza del Ayuntamiento en Valencia, entre otras. Más bien habría que afirmar que dichas plazas fueron «tomadas» por un movimiento ciudadano que se apropió de ellas durante las reivindicaciones. Al hacerlo, los indignados ejemplificaron una nueva forma de autoorganización y autogestión no únicamente del espacio apropiado, sino de la sociedad que estaban empezando a construir: una sociedad con escuelas, bibliotecas, talleres, servicios de limpieza… autogestionados y conectados con otros grupos locales de otras ciudades, a modo de nodos en una red distribuida y descentralizada que no solo abarcó el territorio español, sino que sirvió de modelo para movimientos en otros países, como Occupy Wall Street. Ciertamente se trata de unos logros nada desdeñables (máxime si tenemos en cuenta el poco tiempo que duró y la falta de recursos disponibles), pero quizá el mayor y el más desapercibido de dichos logros fue poner el concepto de los comunes urbanos en el contexto internacional. Con ello empezaron a construir nuevas formas de relaciones sociales y gobernanzas, totalmente opuestas a las políticas neoliberales desarrolladas en los últimos años y caracterizadas por privatizaciones y cercamientos de todo tipo, así como un exceso de vigilancia y control que no solo han debilitado gravemente el Estado del bienestar, sino que han reducido a la ciudadanía a meros espectadores. En este contexto, los comunes urbanos se presentan como un golpe sobre la mesa y como una posible respuesta o aproximación a problemas largamente enquistados en las ciudades y sociedades actuales.