En el contexto de crecientes desigualdades acentuadas por las medidas de austeridad surgidas, supuestamente1, para combatir los efectos negativos de la crisis sufrida en buena parte de Europa y Estados Unidos a finales de la primera década del año 2000, el papel que juegan las ciudades se ha vuelto crucial2. Primeramente, porque la actual crisis tiene sus raíces precisamente en ellas (Burkhalter y Castells, 2009; Harvey, 2012⁄2013, Capítulo 2; Marcuse, 2011; Marcuse, Mayer, Fainstein, Harvey, y Smith, 2008; Sevilla-Buitrago, 2015b; Stiglitz, 2011), debido a los mecanismos de acumulación por desposesión (Harvey, 2004) en los que se han basado las políticas de gobernanza urbana más recientes y, más concretamente, en el hecho de que las ciudades se han convertido, junto a todo lo que hay en ellas (habitantes y edificios incluidos), en mercancías para conseguir capital externo, ya sea en forma de inversiones o de turismo3. En segundo lugar, porque paulatinamente, las ciudades contemporáneas se han ido convirtiendo en constructos sociotecnológicos orientados a la dominación y al control, tal y como defienden autores como Stavros Stavrides (2015) basándose en los trabajos sobre biopolítica y control disciplinario de Michel Foucault (1975⁄2002, 2006, 2007), y a reproducir un sistema capitalista que acrecienta la desigualdad social.
No obstante, si han jugado un papel crucial para favorecer la crisis y la desigualdad, es razonable pensar que también puedan tener la clave para combatir sus consecuencias negativas. En otras palabras: allí donde radica la raíz del problema, deben estar las claves para su solución. Queda, por tanto, de manifiesto la relevancia de la elección de las ciudades como contexto en el que poder estudiar las transformaciones sociales (realizadas o por realizar) dentro del contexto de la Sociedad Red.
Sin embargo, pese a que se hace patente la necesidad de nuevas formas de ciudades y sociedades, no hay un consenso claro en cómo deberían ser estas para hacer frente al escenario de recesión económica y austeridad descrito anteriormente. Actualmente hay dos nuevas tendencias con respecto a cómo debería dirigirse el modo de gobernanza urbana de las ciudades: la Smart City y los comunes urbanos. Ambas tienen como elementos clave en sus propuestas los conceptos de ciudadanía, multitud y colaboración, aunque son estos tres conceptos lo único que comparten, dado que no pueden ser más opuestas en cuanto a su concepción, materialización y objetivos.
Del Banco Mundial a la Unión Europea y las principales ciudades del mundo, la propuesta de cómo deben ser las ciudades en la era de la información es la Smart City (March Corbella, Ribera-Fumaz, y Vivas Elias, 2016). Esta concibe las ciudades como artefactos que dependen completamente de sensores, TICs y tecnología en general para hacerlas más eficientes y sostenibles. Este modelo está impulsado por gobiernos locales, quienes ven en él una oportunidad de atraer talento e inversión, en colaboración con compañías transnacionales como Cisco, IBM o Microsoft, que están especialmente interesadas en implantar un modelo completamente dependiente de sus infraestructuras gracias a las ayudas de las políticas públicas supramunicipales para promoverlas. Esta confluencia de intereses y esfuerzos ha dado como resultado una serie de bibliografía –especialmente protocolos, presentaciones y publicaciones de carácter generalista– («City Protocol - Building Together Better Cities», s. f.; Glaeser, 2011; Guallart, 2012) y eventos como la feria-congreso Smart City Expo World Congress4 (que tiene lugar anualmente en Barcelona desde 2011) que se traducen en la consolidación e internacionalización de dicho modelo y en el incremento del número de ciudades de diferentes tamaños y características interesadas en convertirse en Smart Cities5 o, por lo menos, en asociarse con el concepto. En todo este engranaje, resulta crucial recopilar ingentes cantidades de datos para poder tomar decisiones más eficientes, basadas en patrones de comportamiento generados a través del registro de los hábitos cotidianos de los ciudadanos. La ciudadanía, por tanto, queda relegada a la categoría de masa controlada y uniforme, productora de información6.
A pesar de las bondades que pueda tener este discurso y de lo oportuno que pueda resultar, también hay puntos de vista muy críticos7 con el mismo8, mostrándose escépticos con un discurso seductor que no se apoya en hechos empíricos o en literatura científica que justifique sus afirmaciones, sino que está basado en la yuxtaposición de conceptos que, si bien pueden considerarse como positivos per se, no muestran ni un orden ni coherencia claras. En realidad, lo cierto es que las Smart Cities difícilmente podrán dar respuesta a los problemas derivados de las desigualdades sociales mencionados anteriormente, dado que nunca se pensaron para ello. Al contrario: no han surgido para tratar de dar respuesta a problemas de las ciudades, sino para satisfacer las necesidades de una industria que necesita reinventarse y ve en ellas un lucrativo nicho de negocio valorado en 100.000 millones de dólares (Townsend, 2013, p. 8). En otras palabras, y parafraseando el libro de Cedric Price «Technology Is the Answer, But What Was the Question?» (Price, 1979), parece que las Smart Cities sean una respuesta predefinida a preguntas que todavía no se han planteado. Consecuentemente, solamente pueden perpetuar el mismo sistema que concibe la ciudad como bien de consumo y, por tanto, están condenadas a repetir los mismos errores que dieron lugar a la burbuja inmobiliaria.
En claro contraste con el modelo Smart City existen un sinfín de iniciativas bottom-up, que han recibido varios nombres9 y que comparten el hecho de entender la ciudad como un espacio gestionado por la ciudadanía que cualquiera puede usar y beneficiarse de él. Es precisamente en las cada vez más populares iniciativas de base donde podemos encontrar las propuestas más arriesgadas en búsqueda de ese nuevo modelo de ciudad postburbuja, pues plantean un modo de ejercer la democracia de forma activa haciendo ciudad como posible respuesta a este debate, y lo hacen de forma autogestionada y con una componente holística que pone énfasis en lo social, lo local y lo urbano.
Entre todas las posibles propuestas que inciden en el aspecto urbano para producir una transformación social positiva, los comunes urbanos se presentan como una opción a tener en cuenta dado que se les atribuye la capacidad de, en primer lugar, problematizar conceptos que tradicionalmente se han dado por sentados y actualmente están en plena discusión; y en segundo, de plantear alternativas en aspectos tan variados y cruciales como son los regímenes de propiedad (Dzokić y Neelen, 2015, p. 25; Stavrides, 2015), el papel de las instituciones públicas (Vianello, 2015, p. 38), la relación entre los sectores públicos y privados y modelos económicos alternativos (Baviskar y Gidwani, 2011, p. 43) o el papel activo de la ciudadanía (Ferguson, 2014), entre otros. Varios autores (Castro-Coma y Martí-Costa, 2016; de Angelis y Stavrides, 2010; Ferguson, 2014; Harvey, 2012⁄2013; Observatori Metropolità de Barcelona, 2014) van más allá y defienden que son una forma de ejercer el derecho a la ciudad proclamado en 1968 por Henri Lefebvre (1968⁄1976), un concepto que, pese a su ambigüedad, Manuel Castells entiende como la materialización de una nueva sociedad urbana ideal que está por venir (Castells, 2001). Esta perspectiva también la comparte Peter Marcuse, quien resume el derecho a la ciudad de forma sucinta como «el derecho a vivir en una sociedad en la que las personas son libres para satisfacer sus propios deseos, en la que todos tienen las mismas oportunidades de hacerlo y en la que se les apoya en ese objetivo» (Marcuse, 2011, p. 20). Sean o no realistas estas atribuciones, el mero hecho de poner en crisis lo establecido supone un valor indudable en los comunes urbanos en tanto que permiten entender, por contraposición, los mecanismos de funcionamiento de nuestra sociedad.
Por otra parte, esta investigación se inserta en la tradición epistemológica que concibe la ciudad como sinónimo de conflicto originado por la lucha de clases con intereses contrapuestos (Aibar y Bijker, 1997; Brenner, Marcuse, y Mayer, 2012; Casellas, 2006, p. 68; Castells, 1972⁄1999; Harvey, 1989; Lenin, 1918⁄2009; Sorando Ortín, 2014). Esta concepción implica que la ciudad es mucho más que un escenario en el que se produce dicha confrontación, ya que es, en realidad, un espacio producido socialmente en el que el espacio libre y los comunes urbanos, como lugares en los que se produce un número elevado de interacciones, juegan un papel primordial. De ahí que los consideremos no como meros contenedores o soporte de relaciones sociales, sino como una forma de relación social en sí mismos, pues, como apunta Álvaro Sevilla-Buitrago, «es, él mismo [el espacio], un conjunto de relaciones, un complejo de procesos, de códigos, de articulaciones y antagonismos» (Sevilla-Buitrago, 2012, p. 39). O dicho de otro modo: el espacio no es más que «reproducción social en su dimensión más material» (Lipietz, 1979, citado por Sevilla-Buitrago).
Consecuentemente, en tanto que puede entenderse la ciudad como la dimensión construida de una sociedad (Castells, 1983, p. 311) en la que el espacio es socialmente producido (Lipietz, 1979, p. 9; Marcuse, 2011) para satisfacer sus intereses (Castells, 1983, p. 302) y que, por tanto, ciudades y sociedades son dos aspectos que se comodifican constantemente, también resulta razonable atribuir a los comunes urbanos una capacidad de transformación dual: tanto física como social. Algunos autores, como Michael Hardt y Antonio Negri, van todavía más lejos y conciben las metrópolis como productoras de comunes y, a su vez, a estos últimos como un punto de entrada a una crítica anticapitalista y de activismo político (Harvey, 2012, p. 69). Por tanto, los comunes urbanos presentan un potencial transformador innegable cuya relevancia radica también en el hecho de ser un fenómeno en periodo de gestación que, pese a su relativa novedad, entronca con dos tradiciones de investigaciones y prácticas más consolidadas: la de los comunes tradicionales y su actual reinterpretación, por un lado, y la de las luchas anticapitalistas, por otro.
A tenor de lo expuesto anteriormente, y en un sentido estricto, esta no es una investigación sobre el 15M ni sobre la crisis, sus consecuencias o las causas urbanas de la misma (aunque su sombra esté presente en muchas de las páginas que siguen a continuación), sino sobre los comunes urbanos como una posible respuesta para salir de ella y para vencer las dinámicas que la produjeron. Es precisamente la búsqueda de respuestas la que nos llevará a iniciar un proceso para averiguar qué son los comunes urbanos, qué características tienen y si realmente tienen efectos tan positivos para las ciudades y las personas como prometen. Serán los comunes urbanos el hilo conductor de un proceso de aprendizaje que durará poco más de cinco años y que nos llevará a problematizar, relacionar y comprender aspectos tan variados y aparentemente inconexos como son la democracia, la tecnología, la economía, la vivienda o la educación.
Autores como Naomi Klein argumentan que las medidas de austeridad no tienen como objetivo paliar la crisis, sino aprovecharla para introducir medidas altamente impopulares que, de otra forma, serían difícilmente aceptables (N. Klein, 2008).
[return]Para una lectura de las imbricaciones entre crisis, ciudad y medidas de austeridad remitimos a Jaime Peck (2012) para el contexto americano y a Álvaro Sevilla-Buitrago (2015a) para el europeo.
[return]Para más información sobre esta forma de proceder, llamada marketing urbano, remitimos a González, 2014; González, 2007; Griffiths, 1998.
[return]En su edición de 2016, la más exitosa realizada hasta el momento, reunió a 16.688 asistentes, tanto del mundo de la academia como, sobre todo, de la empresa, provenientes de 600 ciudades y 126 países (Smart City Expo World Congress, 2016, p. 5).
[return]Solamente en España hay 66 municipios adheridos a la red de ciudades inteligentes España (ver mapa), una red cuyo compromiso es «crear una red abierta para propiciar el progreso económico, social y empresarial de las ciudades a través de la innovación y el conocimiento, apoyándose en las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC).» (http://www.redciudadesinteligentes.es ). En esta red hay ciudades tan dispares como Madrid, Barcelona, Zaragoza, Huesca, Pamplona, Torrent o Logroño, por señalar algunas.
[return]En este aspecto existen grandes paralelismos con el concepto de «Población» planteado por Focault en sus estudios sobre biopolítica.
[return]Para un análisis exhaustivo de los discursos críticos con la Smart City remitimos a la tesis doctoral de Manuel Ferńandez (2015, pp. 69-142).
[return]Entre ellos se encuentran los puntos de vista defendidos por Richard Sennet (2012), Hugh March, Ramon Ribera-Fumaz, Pep Vivas y Jordi Gavaldà (Gavaldà y Ribera-Fumaz, 2012; March Corbella, Ribera-Fumaz, y Vivas Elias, 2016), John V. Winters (2011), Saskia Sassen (2011a), Evgenev Morozov (2014a, 2014b) o Anthony M. Thownsend (2013).
[return]Algunos de esos nombres han sido: Urbanismo Ciudadano (Borja, 2012; Rogers, 1999), Urbanismo participativo (Bonet i Marti, 2011b, 2011c, Cámara-Menoyo, 2012b, 2012a), Urbanismo P2P (P2P Foundation, 2011; Salingaros, 2011) o Urbanismo Open Source (Corsín Jiménez, 2014; di Siena, 2011; Sassen, 2011b), entre otros. Para una evolución del concepto participación en urbanismo entre los años 50 y 70 remitimos a (De Gregorio Hurtado, 2015; León-Casero y Ruiz-Varona, 2017, pp. 116-118).
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